jueves, 27 de octubre de 2011

La palabra funda y destruye las escuelas



Es curioso comprobar, una vez más, cómo, a poco que uno analiza las primeras declaraciones realizadas por Esperanza Aguirre, y a su rebufo, por otros presidentes y consejeros de educación de algunas Comunidades Autónomas para justificar el recorte en la financiación de la escuela pública, es curioso, digo, comprobar que en tales declaraciones se han utilizado los mimbres retóricos de la más burda estrategia populista, con la finalidad de aprovechar las creencias previas de las masas para orientarlas en una clara y determinada dirección ideológica.
Como ya sabían los griegos, para que un discurso sea convincente lo único que debe hacer el orador es construir sus argumentos con premisas aceptadas por la mayoría, es decir, a partir de aquello en que están de acuerdo, casi sin excepción, los miembros de una comunidad [1]. Cuando el orador es además un demagogo, como suelen serlo los políticos, la intención del discurso no será solo persuadir con argumentos sujetos a discusión (y demos gracias si esto sucede), sino sobre todo procurar obtener la convicción absoluta e incontestable del auditorio al que se dirige, pues solo así conseguirá votos de adhesión segura para su causa. Con vistas a alcanzar este fin, el político no utiliza sofisticados razonamientos lógicos o argumentaciones razonables, sino sencillos esquemas retórico-afectivos cuyas premisas, compartidas y aceptadas por la mayoría, no necesita hacer explícitas porque funcionan como cargas de profundidad. En este sentido, la eficacia de los argumentos empleados por Esperanza Aguirre reside precisamente en la selección de las premisas ocultas, basadas en principios tan aceptados por la sociedad que resulta escalofriante el futuro que nos espera.
Además de esto, en el caso que nos ocupa (la justificación de la recortes en la financiación de la enseñanza pública), los políticos de la Comunidad de Madrid han hecho uso de uno de los mecanismos retóricos más conocidos desde antiguo, pero también uno de los más burdos: conseguir la adhesión a la propia causa mediante el descrédito moral o social del adversario. Veamos cuál pudo ser la cadena de pensamiento que se desarrolló en el despacho de la señora Aguirre y que sustentó su primera declaración ante los medios de comunicación:
· No hay dinero, por tanto, hemos de recortar gastos y ahorrar. [Según los políticos españoles (casi sin excepción), esta premisa es una verdad de hecho, por tanto no hace falta demostrarla, nadie enseña las cuentas y nadie las pide. El acuerdo con el auditorio en este punto es casi absoluto, por tanto, se convierte en una premisa extraordinariamente valiosa para construir casi cualquier argumentación y después para tomar casi cualquier decisión].
· Como medida de austeridad, este año no contrataremos a los trabajadores interinos de la Enseñanza pública y así nos ahorraremos sus sueldos. Esta decisión resultará impopular, así que la mantendremos al margen, no la mencionaremos en la primera intervención ante los medios, con el fin de que solo a posteriori se deduzca como consecuencia, no como causa. [Esta estrategia es muy eficaz porque desde el primer momento consigue desviar la atención del causante del mal (el político) hacia los efectos de su decisión, que entonces solo tendrá que presentarlos como inevitables o colaterales o como un mal menor dadas las circunstancias. En todo caso, el agente, el sujeto, el verdadero origen del mal ocupa un segundo plano en la discusión].
· Compensaremos la labor que estos profesores interinos han estado realizando hasta ahora pidiendo mayor esfuerzo a los trabajadores ya contratados por concurso-oposición, que habrán de ampliar su horario lectivo dos horas más por el mismo sueldo.
· Seguro que muchos profesores protestan y exigen que se cumplan los convenios firmados, pero, como no vamos a ceder en sus reivindicaciones, deberemos conseguir a toda costa que la medida sea legitimada por la mayor parte de la sociedad. Habremos, por tanto, de poner a la gente de nuestra parte y en contra de los profesores. La estrategia será la siguiente:
-Presentaremos las objetivas condiciones laborales de los enseñantes como si fueran privilegios particulares. Para conseguirlo, no importa decir mentiras al principio, pues, para cuando nos las refuten, la sociedad ya habrá quedado impactada y reaccionará conforme a nuestros intereses. Diremos, por tanto, que este grupo profesional tiene un horario singular, extraordinario y fuera de lo común: diremos que solo trabaja 18 horas a la semana, de manera que pedirle que lo haga 20 seguirá siendo mucho menos de lo que trabaja cualquiera.
-A continuación impregnaremos la petición de valores que no se presten mucho a la discusión, valores en los que todo el mundo estará de acuerdo, como la solidaridad o el esfuerzo. Diremos que en las actuales circunstancias de crisis económica y cuando tantos trabajadores han perdido su empleo o tienen contratos laborales precarios, es justo pedir un mayor esfuerzo y solidaridad a quienes tienen un trabajo fijo.
Lo que, sin decirlo, Esperanza Aguirre consiguió en sus primeras declaraciones fue presentar al profesorado de la escuela pública como un grupo profesional que habitualmente transgrede las prácticas laborales comunes: quedó implícito que trabajan menos que todos los demás y sin embargo no temen perder el empleo. Están, por tanto, al margen o por encima del rasero que homogeneíza a los miembros de una comunidad de iguales, se salen de la norma general. Con ello consiguió que la indeterminación de las oscuras amenazas que siente la población en tiempos de crisis súbitamente tomara cuerpo en un grupo diferente al que, por gozar de privilegios inadmisibles, es lícito pedirle responsabilidades o sacrificios.
La argumentación así planteada se basa en las relaciones que un todo mantiene con una de sus partes, relación que puede ser a pari (una regla se aplica por igual a todas las partes del todo) o a contrario (dicha regla se considera una excepción para la parte tomada como referencia). En el caso que nos ocupa, si el todo es la comunidad de trabajadores, la estrategia argumentativa consiste en presentar a una de las partes de ese todo, los profesores, como una excepción a la regla general. Así, queda implícito que mientras la mayoría carecen de empleo o lo tienen temporal o sufren horarios esclavizadores, una parte tienen empleo fijo con un horario al parecer claramente ventajoso (los profesores). Este evidente agravio comparativo puso automáticamente en juego las previsibles reacciones emotivas del auditorio, es decir, una inmediata activación de pasiones como la envidia o el resentimiento. Una sociedad así agraviada, que se siente víctima de una desigualdad de tal magnitud, no buscará los datos pertinentes para juzgar con equidad el caso conforme a la Ley o la Verdad, sino que aprovechará para sacar a la palestra el conocido desfile de tópicos sobre los otros privilegios de los profesores (el elevado sueldo, las larguísimas vacaciones, la comodidad, el escaso esfuerzo físico...), privilegios que se convertirán en debidamente escandalosos cuando sean iluminados con los también conocidos tópicos adversativos: los pésimos resultados académicos obtenidos por los alumnos españoles en los últimos años, según indican los informes internacionales (PISA), o la falta de disciplina y autoridad en los centros, por poner solo dos ejemplos. Una reacción tan justamente airada por parte de vecinos, amigos, familiares, periodistas y políticos de distinto pelaje en los primeros días de las declaraciones de la señora Aguirre, derivó hacia la única conclusión esperable en tales condiciones de ofuscación: el estado calamitoso de la enseñanza pública, de la que son responsables en gran medida esa pandilla de privilegiados.
El político populista no pretende en absoluto manejar argumentos racionales o razonables en el marco de la exigencia y la búsqueda de la justicia, sino que lo que busca es la eficacia persuasiva con vistas a la renovación de la victoria electoral. Por ello prescinde u oculta los datos objetivos o los hechos contrastados y recurre a la mera opinión de los ciudadanos, opinión que suele estar sustentada más en prejuicios y reacciones emotivas que en argumentos meditados. La estrategia del político populista será tanto más eficaz cuanto mayor sea su capacidad para construir, mediante la palabra, una ilusión de acuerdo o unidad en las normas y principios con la que la masa pueda identificarse con facilidad. El acusado es entonces presentado como una amenaza para esa supuesta unidad política, moral y cívica, unidad que, en nuestra actual situación, se refiere al esfuerzo al que continuamente nos animan los políticos a todos para intentar superar con bien la inesquivable crisis económica. Cuando Esperanza Aguirre elige dejar que la gente piense que los profesores son vagos e insolidarios, es porque sabe que desde todos los medios y foros oficiales está siendo generado, en el imaginario colectivo, un cuadro que muestra una comunidad de esforzados ciudadanos, de buenos trabajadores, cumplidores del horario, infatigables...que, ante la crisis, no han tenido más remedio que aceptar de buen grado empleos precarios, sueldos bajos o largas jornadas laborales [2]. El profesor con sus privilegios se convierte así en la mayor amenaza para ese “orden normal” de sacrificio que está haciendo la sociedad. El procedimiento funciona porque, inmediatamente se oyen entre la gente anécdotas personales: se citan y relatan historias sobre casos concretos de trabajadores en paro o en situación de semiesclavitud horaria [3] que no dudan en compararse y señalar con el dedo las ventajas inmerecidas de los profesores. Antiguamente, los oradores terminaban su discurso demagógico con expresiones del tipo: “¿no es terrible que...?, ¿no es vergonzoso que...?” para, obtenida la unanimidad incontestable del auditorio en la respuesta condicionada, justificar a continuación cualquier abuso, vejación o injusticia contra el discrepante.
La premisa que subyace en esta argumentación pertenece al ámbito de “lo preferible” y está entre los llamados lugares de la cantidad: se basa en la creencia casi universal de que es mejor lo que está avalado por la mayoría, creencia tan generalmente extendida que permite, por ejemplo, fundamentar la democracia. Como hemos dicho, la idea era oponer las circunstancias laborales de la mayoría a la situación excepcional o de privilegio de un grupo particular. Sin embargo, la presidenta de la Comunidad de Madrid se aprovechó de un deslizamiento conceptual que a menudo suelen realizan las masas y los poderes totalitarios según su variadas conveniencias y que consiste en identificar lo mayoritario con lo normal o habitual, de manera que el paso de ‘lo que se hace’ a ‘lo que se debe hacer’, de lo normal a la norma, parece evidente. En este caso, lo normal es lo que le pasa a la mayoría de ciudadanos españoles: no tener empleo o tener uno temporal o en régimen de semiesclavitud. El paso peligroso, el que estamos a punto de dar (si es que no lo hemos dado ya) es que esa percepción de normalidad en las condiciones de precariedad y explotación laboral se convierta en norma con la aquiescencia de la mayoría, es decir, que se cuele en el ámbito de “lo que debe ser”. Si esto se produce quedarán justificadas todas las medidas encaminadas a privatizar y mercantilizar la gestión de los derechos básicos de los ciudadanos.
Lo terrible y peligroso de este mecanismo argumentativo, propio de los políticos en general y de los neoliberales en particular, es que, aplicado en las actuales circunstancias consigue, sin que nos demos cuenta, transferir u otorgar un cierto valor positivo a lo precario, a lo injusto, a la explotación salarial y horaria, al silencio y la conformidad..., aceptadas como la conducta buena, la que va a contribuir a salir de la crisis. Queda latente que el esfuerzo y el sacrificio comunitario, el que, en última instancia, están haciendo los hombres y mujeres de bien (entre los que se consideran, claro está, la mayor parte de los ciudadanos, así como el propio acusador y los suyos) es puesto en peligro por los privilegios, la vagancia y la insolidaridad del profesorado. La prueba del éxito de esta tergiversación del lugar del valor se observa en el hecho de que, cuando los vecinos, amigos, familiares, políticos o periodistas critican los supuestos privilegios de los profesores, casi nunca lo hacen para exigir a las autoridades que todos los ciudadanos tengan esos mismos “privilegios”, esto es, unas condiciones laborales dignas [4], sino que, implícitamente, lo que fomentan es la idea contraria: si no es aceptable que existan las supuestas ventajas laborales de los profesores (y, por extensión, de los funcionarios), lo que entonces se convierte en aceptable es que todos permanezcamos conformes en el mismo nivel de precariedad y mera subsistencia. Sin ser consiente de ello, una gran parte de la sociedad bienpensante aboga y defiende la injusticia, la desigualdad y el sacrificio. Para conseguir este efecto alienado, los políticos y algunos medios de comunicación han aprovechado el vicio predilecto de todo esclavo que cree que alguna vez puede aspirar a amo: Dejarse llevar por los mecanismos de manipulación ideológica que invitan a la denigración del otro (el vecino, el extranjero, el profesor...), con el fin de compensar las propias carencias y degradaciones a las que se ve sometido. En nuestro caso, el resultado de estas prácticas demagógicas ha sido maravilloso: a la vez que se satisfacen los instintos inconfesables de los hombres (los celos, la envidia, el odio, el resentimiento, la venganza...), quedan perpetuadas las desigualdades sociales y todos tan a gusto.
En esta situación de amenaza y enjuiciamiento social, el profesor se ve forzado a responder en público, a defenderse, a sacar a la palestra los primeros principios o fundamentos de su profesión; se ve obligado a matizar, a corregir los datos, a justificar su trabajo cotidiano, su esfuerzo, ante los vecinos, ante los amigos, ante los familiares, en blogs, en la prensa... Pero la piedra ya está tirada y las ondas se expanden rápidamente alimentando la justa cólera del español sentado, como decía Lope de Vega. El acusador ha señalado al enemigo y la sociedad, alienada, envidiosa y resentida, no ha dudado en entregarse al placer de delinear las dimensiones del pecado cometido por “los privilegiados”. Resulta, por tanto, vano todo intento de defenderse: salvo honrosas excepciones, casi ninguna de las alegaciones hechas estas semanas por los profesores en su propia defensa (ni siquiera los datos positivos o exculpadores contenidos en el informe publicado por la OCDE pocos días después del inicio de la polémica) han verdaderamente convencido a la sociedad agraviada, que a la chita callando sigue sosteniendo un vergonzoso “sí, pero...”.
De todas maneras, hay una cuestión que sigue abierta y que no debe olvidarse: ¿Por qué los profesores, base y sustento de la escuela pública, gratuita e igualitaria, son objeto de escarnio y denigración social? La respuesta no encierra demasiada dificultad: no son ellos el verdadero enemigo al que combatir, sino una presa fácil a la que lanzar los perros. En realidad, los profesores no son más que la cabeza visible de una estructura mucho más compleja y mucho más peligrosa: la Escuela Pública, fundamento de la equidad y la justicia social, derecho básico y fundamental de todos los ciudadanos, de todos, independientemente de su sexo, raza o condición social. Pero, ¿por qué esta estructura es tan peligrosa? Sencillamente, porque obstaculiza el libre desarrollo de los intereses políticos, pero sobre todo ideológicos y económicos, de las clases dominantes. ¡Vaya, vaya! Con la Iglesia hemos topado, con el Mercado hemos topado, con los Privilegios de clase hemos topado [5], aliados todos para hacer de esa extraña invención del siglo XVIII, la escuela pública, universal y gratuita, algo cerrado, privado, pagado y diseñado a la medida de las propias vanidades, sin inmigrantes, sin gitanos, sin ateos, sin discapacitados, y, si me apuran, sin juntar a los niños con las niñas, pero con ballet y clases extras de inglés.
No estará de más recordar que tanto los políticos como los voceros de la sociedad de masas configuran las identidades sociales, el orden y los pecados contra dicho orden, mediante el juego ancestral de la amenaza, el insulto y el descrédito. A ver si queda claro: ¡Que no se nos olvide quiénes son los buenos!
Notas:
[1] Según la clasificación que Perelman y Olbrechts-Tyteca hacen en su Tratado de la argumentación (Madrid, Gredos, 1989) las premisas que solemos utilizar cuando argumentamos pueden ser de dos tipos:
- Premisas relativas a “lo real”, que son aquellas que pretenden alcanzar el acuerdo del auditorio a partir de hechos (derivados de la experiencia o de datos objetivos –se suponen incontrovertibles-), de verdades (teorías científicas, concepciones filosóficas o religiosas....) o de presunciones (lo que un grupo social tomado como referencia considera “normal” o “creíble” –frente a lo excepcional o monstruoso-).
- Y premisas relativas a “lo preferible”, que son aquellas que pretenden alcanzar el acuerdo del auditorio a partir de tópicos relacionados con lo preferible (que una cosa sea mejor que otra por razones como la calidad, la cantidad, el orden que ocupa en una serie, su esencia, su existencia, etc.). Estas premisas permiten fundamentar las opiniones y las jerarquías de valores.
[2] De hecho, este fue el efecto subjetivo que se operó entre los empleados de la función pública cuando se les bajó el sueldo en 2010. La mayoría aceptaron la medida como parte de su cuota de sacrificio, como un ejercicio de responsabilidad ante la comunidad en una situación de crisis económica excepcional, por eso no secundaron masivamente las convocatorias de huelga.
[3] Recuérdese que la explotación horaria no solo la padecen los trabajadores menos cualificados o que desempeñan actividades poco remuneradas, sino también aquellos que tienen una formación superior y están empleados en grandes empresas que les pagan sueldos monumentales. Tanto unos como otros están sometidos a horarios laborales abusivos, todos se quejan de falta de tiempo para estar con sus hijos o hacer lo que verdaderamente les gusta.
[4] A lo mejor hace falta que lo recuerde: garantías de estabilidad en el empleo, cercanía al hogar y a la familia, sueldo suficiente para poder ahorrar o permitirse placeres o gustos más allá de la mera subsistencia, horarios humanos, con tiempo para vivir, cuidar a los hijos, estar con los amigos, etc.
[5] Con el sintagma “privilegios de clase” no me refiero solo a las ventajas de las que ya gozan los ricos y poderosos (que llevan a sus hijos a carístimos colegios privados), sino a los privilegios que desean obtener aquellos otros que, pudiendo costearle a sus hijos una plaza en un colegio privado concertado pretenden así alcanzar ese anhelado estatus social que los separará de la chusma.
María Elena Arenas Cruz es Profesora de Lengua y Literatura en el Instituto de Enseñanza Secundaria Berenguela de Castilla, en Bolaños de Calatrava (Ciudad Real)

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